(Primera parte)
x monsTrE
Nunca o casi nunca puedo dejar la defensa de la impermeabilidad absoluta de la Primera Persona del Singular, que soy Yo, haciendo algo al unísono con otros. Me es confuso, “entreverado”, peligroso y angustiante. Esto da la paradoja de que no puedo bailar en los sitios hechos para bailar porque allí siempre hay gente bailando. Si quiero sentir la música con la descarga física que exige el rock, por mucha electricidad y adrenalina que me hiervan en la sangre, sumirme con otros en indistinta pluralidad danzante y “borrarme” es amenaza que desvía o bloquea todo movimiento que inicie no pudiendo así unificar el cuerpo para integrarlo a un ritmo. Esto me priva de la inmersión profunda en la experiencia propia de la belleza del rock.
En el rock hay belleza porque el rock es de primera. Gran arte en el que la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica es absurda. Su belleza involucra por igual oído y músculo, mente y nervios, la subjetividad que piensa y siente y la vibrante epidermis que arrebata en goce físico.
El rock, siendo arte, no admite la actitud contemplativa ni la superación del ciego desear y las locas pasiones y apetitos de la atormentada Voluntad que hizo a Schopenhauer ver tan elevado el estadio estético que puso al artista debajo sólo del santo.
La santidad no es afín a toda belleza y arte. No al rock, poderosa Voluntad que habla al deseo. Que es Eros, vida químicamente pura y en tan alta dosis que roza la sobredosis --cuanto más fuerte es la luz de Eros, más oscura es su sombra, Tánatos, y más intensa es la vida si merodea la muerte.
Me es imposible bailar en sitios hechos para eso. Pero es igual de imposible escuchar rock sin moverse: la experiencia real de la belleza del rock no es contemplativa, aunque nuestra tradición asocie la contemplación y el arte.
Ayer el súper tenía un soundtrack increíble: sonaron “My Sharonna” y luego entraron Blur y Pink Floyd. No fumé nada raro y la prueba de que no aluciné es que tuve que irme al empezar “músicas” asquerosas y no compré nada porque se me olvidó, lo que demuestra que era el feo mundo real. El caso es que la góndola estaba semivacíay no podía impedirme bailar la presencia de gente bailando, ya que no es un lugar hecho para que uno baile y por lo tanto la gente no bailaba sino que pesaba nabos o batatas, elegía papas, llenaba carritos y otras estupideces.
“My Sharonna” se me trepó como 3 litros de vodka y 10 líneas de 3 cuadras de largo cada una y me arrastró al loco placer de bailar en un desatado goce tan genial, tonificante y delicioso que los intentos de interrumpirme de los entrometidos acosadores sexuales de rigor y la pomposa indignación de las inevitables amas de casa que siempre estorban por andar comprando sus idioteces eran muy poco a cambio de tal placer. Después entró ese “Boys who want girls who want boys to be girls who want boys…” que no se puede escuchar estando quieto y luego otros temazos que tampoco, sonando largo rato con speed muy copado. Inexplicablemente, la gente elegía sus batatas con tanta indiferencia como si estuviera oyendo decir misa.
Soy una persona quizá un tanto impúdica. No por exhibicionista o coqueta. Y no es que no pueda mostrar coquetería y esas cosas: puedo, pero en algún caso aislado que me interese en particular, no siendo mi actitud general e indiscriminada –no soy, digamos, lo bastante abierta para ello. Mi impudor tiene otra causa: una profunda y olímpica indiferencia y una vaga tendencia al burlón o divertido desprecio por la gente y lo que pueda ver, pensar u opinar de mí. Mi indiferencia es tal que, si estoy desnuda en mi depa y he de pasar ante el balcón o la ventana, no creo que valga la pena tomarme la molestia de cubrirme sólo a causa de la gente. La posibilidad de que alguien me vea y se escandalice o incomode, lejos de importarme en lo más mínimo, tiende a lo sumo a hacerme un poco de gracia. Así que si en el súper me pillaban bailando las gentes que anduvieran por allí, honestamente eso a mí me chupaba un ovario.
Pero exponerse a los necios abordajes de cualquiera es molesto, así que haberme dado el lujo de bailar a pesar de eso porque era poca cosa ante el llamado del rock muestra A) el poder de ese llamado, B) que la experiencia estética implica mente y cuerpo por igual y los altera y C) que la intensidad de la belleza no la alcanza plenamente la mera contemplación.
Como poeta, no he dado, o no aún (pues me frustraría morirme sin hacerlo), el salto que dio hace poco Juliette Lewis, que con una trayectoria de longitud similar, como actriz, a la mía como escritora (claro, salvando la abismal distancia de fama, $$$$ y eso), ha decidido dedicarse al rock. Pese a ello, excluyendo obvios aspectos mercantiles y no artísticos del rock, creo que mucha de la poesía actual podría aprender del rock cosas importantes.
Dije: en el rock “la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica sería absurda”. Ahora añado: ante un poema auténtico, viviente, poderoso, esa audición sedentaria también es absurda. No sólo la del rock, sino toda belleza involucra el músculo, la mente, el alma y la piel. Pero, dada la actitud “contemplativa” que se estila en artes “más serias”, el rock termina hoy siendo el modelo de la genuina experiencia del arte en una cultura que desvirtúa tanto lo genuino que en nuestra sociedad el poeta puede llegar incluso a rebajarse hasta ser esa cosa miserable, estúpida, aburrida, profundamente triste que se llama “ciudadano decente”.
Como si la experiencia estética profunda y radical no fuese incompatible con un mundo enemigo del brillo y el desorden. Como si el exceso en la pasión, la inteligencia y todo exceso no fuera repudiado porque podría desordenar un mundo de rutina, decoro, disciplina, trabajo, tedio y muerte del espíritu. Como si en un mundo así uno pudiese bailar en el súper sin que las señoras del barrio le “castiguen” (no saben cuánto se agradece) con el ostracismo. Como si en un mundo así elegir la intensidad como centro de la vida no implicase visto como enfermo mental. Como si la belleza pudiera ser para un poeta cosa de sus ratos de ocio, feriados oficiales, horas libres, vacaciones o fines de semana, de modo que “lo importante” para él fuera otra cosa. Como si en tierra de ciegos el tuerto fuera rey en vez de estar en la cárcel o el manicomio. Como si el talento pudiera salir gratis, sin perder a cambio algo (algo horrible e indeseable: una vida normal). Como si ser poeta consistiera sólo en la inocua actividad de leer y escribir poemas. Como si la poesía, siendo literatura, no fuese, además, mucho más que eso.
El rock fue siempre música pero siempre fue a la vez mucho más que eso. James Dean o Marlon Brando encarnaron el cinematográfico sobrino del “poeta maldito” del siglo XIX cuando, en la primera mitad del siglo XX, empezaba a sonar el rock: el “rebelde sin causa”. Si algo explica el ascenso de Elvis Presley ante quienes creen que desplazó a otros por ser afroamericanos, es que Elvis también era un rebelde, pero tenía una causa. No cualquier causa. Una causa realmente importante.
Que Chuck Berry lo mereciera más, igual o menos, o Little Richard o quien fuere no es del todo cierto. Elvis Aaron Presley era vida químicamente pura, sobredosis de Eros y crudo, furioso sexo, sexo hecho de poesía. Su estética insólita de abruptos ritmos pélvicos bajo lánguida mirada de oscuro, ojeroso vicio, su contagiosa electricidad quebrada, su inteligente, procaz provocación y turbio encanto, el elegante descaro de su exquisita, sucia, sensual sonrisa obscena y aún más que esto era Elvis. Un artista no puede ser menos. Apolo, modelo del poeta, no sólo crea belleza, sino que además es bello, porque la verdadera poesía no se limita al papel, ni el rock tampoco.
Poetas: un poema se lee tan fuerte como el rock. Escribir no es suficiente. En poesía, en rock, en todo desafío no basta decir algo: hay que saber sostenerlo. No basta escribir como no basta un buen tema, porque hay que estar a su altura para interpretarlo. Esto se exige en el rock pero casi no se da entre los poetas. Casi todos los poetas interpretan como el orto.
Si la poesía está viva, que el público se pare en el asiento, que se mueva, que salga a la intemperie, que encienda los cigarrillos y que rompa las botellas, que grite cuando los versos lo golpeen y lo enciendan, que desordene los anfiteatros y los auditorios, las librerías y centros culturales, y que donde suene un poema de verdad, se celebre con furia como se baila el rock.
El verdadero arte nunca se portó bien. Los grandes nombres fotocopiados en facultades de literatura no eran buenos ciudadanos. El talento nunca cultivó buenas costumbres. El arte y la poesía son fuerza, fiesta, exceso, risa, orgía, Eros, como el rock. La belleza no se está sentada. La belleza jamás será aburrida. Las corbatas jamás tendrán belleza. Jamás habrá belleza en la tarjeta marcada en la oficina. Elvis Presley tenía una causa. Su causa era el rock. La causa de la música y a la vez de mucho más que la música, porque el rock, siendo música, siempre fue otras cosas. y lo es. El rock es elegante amenaza y gran estilo, intensidad, profundidad y altura, placer y desafío, libertad y delirio, juventud, sexo y furia, cuerpo, mente, rebelión y vida.
En el rock hay belleza porque el rock es de primera. Gran arte en el que la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica es absurda. Su belleza involucra por igual oído y músculo, mente y nervios, la subjetividad que piensa y siente y la vibrante epidermis que arrebata en goce físico.
El rock, siendo arte, no admite la actitud contemplativa ni la superación del ciego desear y las locas pasiones y apetitos de la atormentada Voluntad que hizo a Schopenhauer ver tan elevado el estadio estético que puso al artista debajo sólo del santo.
La santidad no es afín a toda belleza y arte. No al rock, poderosa Voluntad que habla al deseo. Que es Eros, vida químicamente pura y en tan alta dosis que roza la sobredosis --cuanto más fuerte es la luz de Eros, más oscura es su sombra, Tánatos, y más intensa es la vida si merodea la muerte.
Me es imposible bailar en sitios hechos para eso. Pero es igual de imposible escuchar rock sin moverse: la experiencia real de la belleza del rock no es contemplativa, aunque nuestra tradición asocie la contemplación y el arte.
Ayer el súper tenía un soundtrack increíble: sonaron “My Sharonna” y luego entraron Blur y Pink Floyd. No fumé nada raro y la prueba de que no aluciné es que tuve que irme al empezar “músicas” asquerosas y no compré nada porque se me olvidó, lo que demuestra que era el feo mundo real. El caso es que la góndola estaba semivacíay no podía impedirme bailar la presencia de gente bailando, ya que no es un lugar hecho para que uno baile y por lo tanto la gente no bailaba sino que pesaba nabos o batatas, elegía papas, llenaba carritos y otras estupideces.
“My Sharonna” se me trepó como 3 litros de vodka y 10 líneas de 3 cuadras de largo cada una y me arrastró al loco placer de bailar en un desatado goce tan genial, tonificante y delicioso que los intentos de interrumpirme de los entrometidos acosadores sexuales de rigor y la pomposa indignación de las inevitables amas de casa que siempre estorban por andar comprando sus idioteces eran muy poco a cambio de tal placer. Después entró ese “Boys who want girls who want boys to be girls who want boys…” que no se puede escuchar estando quieto y luego otros temazos que tampoco, sonando largo rato con speed muy copado. Inexplicablemente, la gente elegía sus batatas con tanta indiferencia como si estuviera oyendo decir misa.
Soy una persona quizá un tanto impúdica. No por exhibicionista o coqueta. Y no es que no pueda mostrar coquetería y esas cosas: puedo, pero en algún caso aislado que me interese en particular, no siendo mi actitud general e indiscriminada –no soy, digamos, lo bastante abierta para ello. Mi impudor tiene otra causa: una profunda y olímpica indiferencia y una vaga tendencia al burlón o divertido desprecio por la gente y lo que pueda ver, pensar u opinar de mí. Mi indiferencia es tal que, si estoy desnuda en mi depa y he de pasar ante el balcón o la ventana, no creo que valga la pena tomarme la molestia de cubrirme sólo a causa de la gente. La posibilidad de que alguien me vea y se escandalice o incomode, lejos de importarme en lo más mínimo, tiende a lo sumo a hacerme un poco de gracia. Así que si en el súper me pillaban bailando las gentes que anduvieran por allí, honestamente eso a mí me chupaba un ovario.
Pero exponerse a los necios abordajes de cualquiera es molesto, así que haberme dado el lujo de bailar a pesar de eso porque era poca cosa ante el llamado del rock muestra A) el poder de ese llamado, B) que la experiencia estética implica mente y cuerpo por igual y los altera y C) que la intensidad de la belleza no la alcanza plenamente la mera contemplación.
Como poeta, no he dado, o no aún (pues me frustraría morirme sin hacerlo), el salto que dio hace poco Juliette Lewis, que con una trayectoria de longitud similar, como actriz, a la mía como escritora (claro, salvando la abismal distancia de fama, $$$$ y eso), ha decidido dedicarse al rock. Pese a ello, excluyendo obvios aspectos mercantiles y no artísticos del rock, creo que mucha de la poesía actual podría aprender del rock cosas importantes.
Dije: en el rock “la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica sería absurda”. Ahora añado: ante un poema auténtico, viviente, poderoso, esa audición sedentaria también es absurda. No sólo la del rock, sino toda belleza involucra el músculo, la mente, el alma y la piel. Pero, dada la actitud “contemplativa” que se estila en artes “más serias”, el rock termina hoy siendo el modelo de la genuina experiencia del arte en una cultura que desvirtúa tanto lo genuino que en nuestra sociedad el poeta puede llegar incluso a rebajarse hasta ser esa cosa miserable, estúpida, aburrida, profundamente triste que se llama “ciudadano decente”.
Como si la experiencia estética profunda y radical no fuese incompatible con un mundo enemigo del brillo y el desorden. Como si el exceso en la pasión, la inteligencia y todo exceso no fuera repudiado porque podría desordenar un mundo de rutina, decoro, disciplina, trabajo, tedio y muerte del espíritu. Como si en un mundo así uno pudiese bailar en el súper sin que las señoras del barrio le “castiguen” (no saben cuánto se agradece) con el ostracismo. Como si en un mundo así elegir la intensidad como centro de la vida no implicase visto como enfermo mental. Como si la belleza pudiera ser para un poeta cosa de sus ratos de ocio, feriados oficiales, horas libres, vacaciones o fines de semana, de modo que “lo importante” para él fuera otra cosa. Como si en tierra de ciegos el tuerto fuera rey en vez de estar en la cárcel o el manicomio. Como si el talento pudiera salir gratis, sin perder a cambio algo (algo horrible e indeseable: una vida normal). Como si ser poeta consistiera sólo en la inocua actividad de leer y escribir poemas. Como si la poesía, siendo literatura, no fuese, además, mucho más que eso.
El rock fue siempre música pero siempre fue a la vez mucho más que eso. James Dean o Marlon Brando encarnaron el cinematográfico sobrino del “poeta maldito” del siglo XIX cuando, en la primera mitad del siglo XX, empezaba a sonar el rock: el “rebelde sin causa”. Si algo explica el ascenso de Elvis Presley ante quienes creen que desplazó a otros por ser afroamericanos, es que Elvis también era un rebelde, pero tenía una causa. No cualquier causa. Una causa realmente importante.
Que Chuck Berry lo mereciera más, igual o menos, o Little Richard o quien fuere no es del todo cierto. Elvis Aaron Presley era vida químicamente pura, sobredosis de Eros y crudo, furioso sexo, sexo hecho de poesía. Su estética insólita de abruptos ritmos pélvicos bajo lánguida mirada de oscuro, ojeroso vicio, su contagiosa electricidad quebrada, su inteligente, procaz provocación y turbio encanto, el elegante descaro de su exquisita, sucia, sensual sonrisa obscena y aún más que esto era Elvis. Un artista no puede ser menos. Apolo, modelo del poeta, no sólo crea belleza, sino que además es bello, porque la verdadera poesía no se limita al papel, ni el rock tampoco.
Poetas: un poema se lee tan fuerte como el rock. Escribir no es suficiente. En poesía, en rock, en todo desafío no basta decir algo: hay que saber sostenerlo. No basta escribir como no basta un buen tema, porque hay que estar a su altura para interpretarlo. Esto se exige en el rock pero casi no se da entre los poetas. Casi todos los poetas interpretan como el orto.
Si la poesía está viva, que el público se pare en el asiento, que se mueva, que salga a la intemperie, que encienda los cigarrillos y que rompa las botellas, que grite cuando los versos lo golpeen y lo enciendan, que desordene los anfiteatros y los auditorios, las librerías y centros culturales, y que donde suene un poema de verdad, se celebre con furia como se baila el rock.
El verdadero arte nunca se portó bien. Los grandes nombres fotocopiados en facultades de literatura no eran buenos ciudadanos. El talento nunca cultivó buenas costumbres. El arte y la poesía son fuerza, fiesta, exceso, risa, orgía, Eros, como el rock. La belleza no se está sentada. La belleza jamás será aburrida. Las corbatas jamás tendrán belleza. Jamás habrá belleza en la tarjeta marcada en la oficina. Elvis Presley tenía una causa. Su causa era el rock. La causa de la música y a la vez de mucho más que la música, porque el rock, siendo música, siempre fue otras cosas. y lo es. El rock es elegante amenaza y gran estilo, intensidad, profundidad y altura, placer y desafío, libertad y delirio, juventud, sexo y furia, cuerpo, mente, rebelión y vida.
3 comentarios:
Bravoooo!! Te aplaudo parada sobre mi silla rotativaaaa!!
Bailar con nabos, es bailar? Estridente, acelerado y obsesivo como el rock'and roll. Saludos, Monse
será que elvis llamaba la atención porque fué el primer "blanquito" que se movió así? dudas, dudas...
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